Ella se llamaba Isabella, y era una joven hermosa y bondadosa que vivía en un pequeño pueblo rodeado de bosques. Desde niña, había aprendido el arte de la herbolaría con su abuela, que le enseñó a reconocer y usar las plantas medicinales que crecían en la naturaleza. Isabella tenía un don especial para curar a los enfermos y aliviar el dolor con sus remedios naturales.
Isabella estaba enamorada de un joven llamado Mateo, el hijo del alcalde del pueblo. Mateo también la quería, y a pesar de la diferencia de clases sociales, se veían a escondidas en el bosque, donde se juraban amor eterno. Un día, la madre de Mateo cayó gravemente enferma, y nadie sabía qué mal la aquejaba. Isabella, movida por el amor y la compasión, decidió ir a visitarla y ofrecerle su ayuda.
Al llegar a la casa del alcalde, Isabella se encontró con una escena de horror. La madre de Mateo estaba postrada en la cama, con el rostro pálido y los ojos vidriosos. Su cuerpo estaba cubierto de llagas y manchas rojas, y su respiración era agitada y entrecortada. Isabella se acercó a ella con cuidado, y le tomó el pulso. Luego, sacó de su bolsa algunas hierbas que había recogido en el bosque, y las mezcló con agua en un cuenco. Con una tela limpia, empapó la mezcla y la aplicó sobre las llagas de la enferma, mientras le susurraba unas palabras de aliento.
- No te preocupes, señora -le dijo Isabella-. Esto te ayudará a sanar. Es un remedio que aprendí de mi abuela.
- ¿Quién eres tú? -preguntó la madre de Mateo con voz débil.
- Soy Isabella, la novia de Mateo -respondió ella con una sonrisa.
- ¿La novia de Mateo? -repitió la madre de Mateo con sorpresa y desprecio-. ¿Cómo te atreves a entrar en mi casa? ¿Qué pretendes con esas hierbas? ¿Acaso quieres envenenarme?
- No, señora, no -se apresuró a decir Isabella-. Quiero ayudarla. Estas hierbas son buenas para su enfermedad. Por favor, créame.
- ¡No te creo! -gritó la madre de Mateo-. ¡Eres una bruja! ¡Una bruja que quiere matarme y quedarse con mi hijo! ¡Ayuda! ¡Ayuda!
La madre de Mateo empezó a gritar con todas sus fuerzas, llamando la atención de los sirvientes y de su esposo, que acudieron a la habitación. Al ver a Isabella junto a la cama, con las hierbas en la mano, se llenaron de horror y de ira.
- ¡Qué haces aquí, bruja! -rugió el alcalde-. ¡Cómo te atreves a tocar a mi esposa!
- Padre, no -intervino Mateo, que acababa de llegar-. Ella no es una bruja. Es Isabella, la mujer que amo. Ella ha venido a curar a madre, no a hacerle daño.
- ¡Cállate, hijo! -le ordenó el alcalde-. ¡No sabes lo que dices! ¡Esta mujer es una bruja, y de seguro te hizo algo para que te enamores de esa cualquiera!
El alcalde se abalanzó sobre Isabella, y le arrebató las hierbas de las manos. Luego, la agarró del brazo, y la arrastró fuera de la habitación. Isabella se resistió, y trató de explicarse, pero nadie la escuchó. Mateo intentó seguirla, pero los sirvientes lo detuvieron, y lo encerraron en su cuarto.
El alcalde llevó a Isabella hasta las afueras del pueblo. Allí, la ató a una cruz de madera, y la rodeó de leña. Luego, se dirigió a la multitud que se había congregado, atraída por el alboroto.
- ¡Pueblo mío! -exclamó el alcalde-. ¡Hoy tenemos que librar al pueblo de una gran amenaza! ¡Esta mujer que ves aquí es una bruja, que ha intentado matar a mi esposa con sus maleficios! ¡Tenemos que quemarla viva, como manda la ley, para purificar su alma y proteger la nuestra!
La gente empezó a gritar y a insultar a Isabella, que se quedó muda de terror. Nadie la defendió, nadie le creyó. Todos la odiaban, todos la temían. Isabella miró a su alrededor, buscando una mirada de compasión, de amor. Pero solo vio odio, miedo, y crueldad.
Entonces, Isabella sintió una rabia que nunca había sentido antes. Una rabia que le quemaba el pecho, que le nublaba la mente. Una rabia que le dio fuerzas para hablar.
- ¡Malditos! -gritó Isabella-. ¡Malditos sean todos ustedes! ¡Me han condenado sin razón, me han traicionado sin piedad! ¡No soy una bruja, soy una sanadora! ¡He curado a muchos de ustedes, he salvado muchas vidas! ¡Y así me pagan! ¡Quemándome como a una basura!
Isabella miró al alcalde, y le escupió a la cara.
- ¡Y tú, el peor de todos! -le dijo Isabella-. ¡Tú, que me has arrebatado a mi amor, a mi Mateo! ¡Tú, que has preferido creer en la ignorancia y la superstición, que en la verdad! ¡Tú, que has usado tu poder para hacer el mal, y no el bien! ¡Tú, que me has condenado a morir en el fuego, cuando yo solo quería curar a tu esposa!
Isabella miró al cielo, y elevó la voz.
- ¡Pero no moriré sola! -juró Isabella-. ¡Volveré, volveré para vengarme de ti, de tu familia, y de todo este maldito pueblo! ¡Volveré, y los haré sufrir como yo sufriré! ¡Volveré, y los quemaré a todos, como ustedes me quemarán a mí!
El alcalde, furioso, tomó una antorcha, y la acercó a la leña. El fuego se encendió, y las llamas empezaron a consumir a Isabella. Isabella gritó de dolor, pero no se rindió. Siguió gritando su maldición, hasta que el humo le llenó los pulmones, y la vida se le escapó.
Pero su espíritu no murió. Su espíritu quedó atrapado en el fuego, esperando el momento de cumplir su venganza.