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Capítulo 0.1 – EL PESO DEL PASADO

La hora del receso llegó, marcando un breve respiro en medio de un día lleno de tormentos. Me dirigí hacia el patio con un nudo en el estómago, buscando un rincón apartado donde pudiera comer en paz. Sabía que mis compañeros me miraban con desdén, como si mi simple presencia fuera un insulto, así que me adentré en una esquina tranquila del patio, donde las sombras de los árboles formaban un pequeño refugio.

Me senté en el suelo, con mi plato del almuerzo frente a mí. Cada bocado que tomaba estaba lleno de consuelo y ansiedad. El sabor de la comida me ofrecía un breve respiro, pero las palabras de desprecio y odio que escuchaba a diario seguían resonando en mi mente. Era como si cada mordisco viniera con una carga extra de culpa y vergüenza, como si los rumores y las críticas se mezclaran con cada trozo de comida.

Mientras intentaba concentrarme en mi almuerzo, sintiendo el cálido sol filtrarse entre las hojas del árbol, escuché risas y murmullos a lo lejos. No era la primera vez que me sentía vulnerable en el patio, pero siempre esperaba poder pasar desapercibido, al menos por un rato. Desafortunadamente, hoy no sería una excepción.

De repente, sentí una sombra que se acercaba. Al levantar la vista, vi a David, el chico popular y bravucón de la escuela. Su presencia era inconfundible, siempre acompañado por un grupo de seguidores que lo miraban como si fuera una estrella de rock. David, con su actitud de superioridad y su sonrisa arrogante, se acercó a mí con una expresión que prometía problemas.

“¿Mira a quién tenemos aquí?” me dijo con su voz cargada de sarcasmo mientras se plantaba justo frente a mí. “¿Disfrutando de tu solitaria comida, Théo?”

Sentí como si mi corazón se hundiera en mi pecho. La sonrisa burlona de David y sus palabras eran como golpes directos, rompiendo las pocas capas de confianza que me quedaban. Intenté ignorarlo, pero su mirada crítica y la presión de su presencia dominante eran imposibles de ignorar.

“¿No te da vergüenza comer tanto, gorda?” continuó, mientras algunos de sus amigos se reían detrás de él. “Mira cómo te esfuerzas por esconderte aquí, pero eres tan marrana que te ves a distancia”.

Cada insulto era como un golpe físico. Sentía cada palabra como una bofetada, y el dolor en mi pecho se volvía más agudo con cada momento. El nudo en mi garganta creció, y luché por mantener las lágrimas a raya, temiendo que, si comenzaba a llorar, solo alimentaría su cruel diversión.

David se inclinó hacia mí, su sombra alargada cubriéndome por completo. Su mirada, llena de desdén, se encontró con la mía, y pude ver el disfrute que encontraba en mi sufrimiento. En ese instante, me sentí como un animal acorralado, sin posibilidad de escape. La presión de sus palabras y su presencia era abrumadora, como un peso insostenible que me aplastaba.

“¿Qué pasa, puerca?” dijo, ahora con un tono aún más burlón, sus palabras estaban impregnadas de veneno. “¿No puedes responder? ¿Te has quedado sin palabras o solo estás demasiado ocupada llenándote la boca?”

Guardó unos segundos de silencio, como si estuviera saboreando el impacto de sus palabras antes de atacar nuevamente. Luego, se inclinó hacia mí, tan cerca que notaba su aliento a cigarro, acompañado de una sonrisa cruel en su rostro, y me lanzó una frase que me dolió más que cualquier insulto previo.

“Con razón Odette te dejó. ¿Quién querría estar con una cerda como tú? Pero no te preocupes, la usaré bien en tu lugar.”

El dolor de sus palabras fue instantáneo, como si un cuchillo se hubiera clavado directamente en mi pecho. Sentí cómo mi corazón se rompía un poco más con cada palabra que salía de su boca. La risa de sus amigos estalló a su alrededor, resonando en mis oídos como una cruel sinfonía de humillación. Me sentí como si fuera el centro de un espectáculo degradante, expuesto y desolado. Su comentario sobre Odette fue el golpe final, una puñalada directa a mis inseguridades y a la herida aún abierta que me dejó su partida.

Con una mueca de satisfacción, David y sus amigos comenzaron a caminar lentamente hacia el patio. Sus risas llenaban el aire, y su indiferencia hacia mi sufrimiento solo hacía que la situación fuera aún más insoportable. Mi corazón latía con fuerza, sintiendo cada carcajada como una bofetada. Quería gritar, defenderme, hacer algo para detenerlos, pero me sentía paralizado, atrapado en mi propio miedo y vergüenza. En ese momento, todo lo que deseaba era desaparecer, desvanecerme en el aire y escapar de la humillación. Pero no había salida. Estaba atrapado en ese rincón, bajo la mirada despiadada de David y sus secuaces, sintiendo cada segundo como una eternidad.

Sin previo aviso, uno de ellos pateó mi plato de comida que tenía en la mano, y el contenido se esparció por el suelo con un estrépito. Los trozos de comida se mezclaron con la tierra, convirtiéndose en un espectáculo deplorable que parecía simbolizar mi humillación. Los ojos de mis compañeros se fijaron en la escena, y algunos se rieron por lo bajo, mientras otros simplemente miraban con indiferencia o lástima. El espectáculo que ese maldito y sus amigos habían montado, cada acto de burla y desprecio, parecía ser una representación cruel de mi estado emocional.

Mientras los veía alejarse, no podía evitar sentirme abatido, como si cada risa y cada gesto de desdén fueran una burla hacia mi dolor. La risa de David y sus amigos se desvaneció a lo lejos, pero el eco de sus palabras y el desecho de mi comida seguían presentes en mi mente, grabados a fuego en mi memoria. Me quedé allí, con el estómago revuelto y el corazón roto, sintiendo el peso de cada insulto y cada mueca cruel. Sentía las miradas de las demás estudiantes clavadas en mí, cada una era una cuchillada más a mí ya destrozada vida. Quería desaparecer, esconderme en un rincón oscuro donde nadie pudiera verme.

Horas más tarde, el reloj marcaba el final de las clases, y el pasillo de la escuela se extendía ante mí como un corredor interminable. El ruido de los estudiantes se mezclaba con el sonido metálico de los casilleros cerrándose y abriéndose, creando una cacofonía de voces y ruido de fondo. En medio de ese caos, estaba ella.

Mi exnovia.

Odette estaba rodeada de sus amigas, como un faro en medio de la tormenta. Su cabello castaño, que solía ser mi punto de referencia en la oscuridad, caía en ondas suaves sobre sus hombros. Su risa, esa risa que una vez me había dado tanto consuelo, resonaba alegre y despreocupada, como si nada de lo que había pasado entre nosotros hubiera importado.

Me esforzaba por mantenerme en movimiento, pero el mundo parecía haberse detenido en ese instante. La corriente de estudiantes que pasaba a mi lado se volvía borrosa, y todo mi enfoque se centraba en ella. Nuestras miradas se cruzaron brevemente, y en ese instante, el tiempo pareció suspenderse. Sus ojos, que antes estaban llenos de cariño y afecto, se posaron en los míos solo por un segundo antes de desviarse con una rapidez cortante. Me miró de reojo, y luego me ignoró por completo, como si fuera un desconocido en la multitud.

Ese breve momento de conexión, tan frío y distante, fue como una daga en mi corazón. Me recordó todo lo que había perdido, todo lo que había dejado ir. La indiferencia en su mirada me hizo sentir aún más insignificante, como si mi existencia no tuviera ningún impacto en su vida. Me quedé allí, en medio del pasillo, sintiendo que el peso del mundo se desplomaba sobre mí, aplastando cualquier rastro de esperanza o alegría.

“Odette…” murmuré, casi sin voz, con la esperanza de que ella pudiera escucharme, de que sus recuerdos de lo que compartimos nos conectaran de alguna manera. Pero mis palabras se perdieron en el ruido de la conversación y el murmullo de los estudiantes, ahogadas por la indiferencia de su comportamiento. Era como gritar en un vacío insondable, un grito desesperado que no encontraba respuesta.

¿Cómo podía ser que alguien que había compartido tantas risas, secretos y sueños conmigo ahora me viera como si fuera transparente?

Me sentía como un espectro, una sombra del pasado que nadie podía ver, atrapado en un limbo de recuerdos rotos y sueños desvanecidos. Las memorias de nuestras noches de charlas interminables, nuestros planes, se arremolinaban en mi mente, golpeándome con una fuerza devastadora. Cada sonrisa que había sido solo para mí, cada palabra en la oscuridad, ahora se sentía como un fantasma que me atormentaba y me hería.

Ella se giró hacia una de sus amigas, riendo de nuevo, y ese sonido me atravesó. Era como si todo lo que habíamos sido juntos, todo lo que había significado para ella y lo que ella había significado para mí, nunca hubiera existido. La Odette que conocía, la que me había hecho sentir especial y amado, se había desvanecido, reemplazada por una extraña que no podía o no quería verme. Me dolía profundamente ver cómo su risa resonaba con una ligereza que parecía burlarse de mi sufrimiento.

Quise gritar, desahogar el dolor que me envolvía, expresar cuánto me dolía y cuánto la extrañaba, pero me quedé allí, paralizado por la tristeza y la impotencia. Las palabras se atoraron en mi garganta, y una lágrima traicionera rodó por mi mejilla, cayendo con un sonido sordo en el suelo, un testigo silencioso de mi angustia. El calor de esa lágrima era lo único que sentía, como si el resto de mi cuerpo se hubiera entumecido por completo. Era un dolor que no podía ser expresado en palabras, un sufrimiento tan profundo que ni siquiera las lágrimas podían aliviar.

¿Cómo seguir adelante cuando la persona que había sido mi todo me trataba como si nunca hubiera existido?

Con un esfuerzo casi sobrehumano, me di la vuelta, incapaz de soportar más. Sentía que cada paso que daba me alejaba más de la Odette que una vez conocí y amé. El vacío en mi corazón se expandía, convirtiéndose en un abismo oscuro que parecía tragarme con cada movimiento. Caminé sin rumbo fijo, cada paso pesado y cargado de dolor. La sensación de soledad y abandono era abrumadora, y me preguntaba cómo podría seguir adelante cuando el mundo parecía haberse vuelto en mi contra.

¿Cómo se puede olvidar a alguien que se llevó una parte tan esencial de ti mismo?

La pregunta giraba en mi mente como un eco doloroso. El lugar donde antes había cariño y comprensión ahora estaba vacío, y ese vacío parecía crecer cada vez más grande, más frío.

Las miradas de los otros estudiantes me golpeaban como dardos afilados, cada par de ojos que se posaba en mí era un recordatorio doloroso de mi aislamiento y desesperanza. Sentía como si esos ojos fueran lupas que exponían cada una de mis inseguridades y defectos, envolviéndome en una sensación de soledad que se hacía cada vez más abrumadora. Era como si cada mirada llevara el peso de su propio juicio, contribuyendo a la presión insoportable que sentía en el pecho, apretando hasta el punto de sofocarme.

Mientras me perdía en la multitud, deseaba con desesperación encontrar un rayo de esperanza en medio de la oscuridad que se había adueñado de mi vida. Aunque el sol se filtraba entre los edificios, su luz no lograba iluminar mi camino, su calidez parecía inalcanzable, como si estuviera atrapado bajo una capa de hielo que no podía romper. Todo lo que quería era llegar a casa, cerrar la puerta tras de mí y escapar, aunque solo fuera por un momento, del dolor que me aplastaba como una sombra constante.

La caminata de regreso a casa se sentía interminable, un sendero que se estiraba como un corredor sin fin en un sueño febril. El eco de las risas crueles y los insultos seguía resonando en mis oídos, como si los pasillos aún retumbaran con las palabras hirientes que habían sido arrojadas como piedras. Cada paso era una lucha, una batalla contra las lágrimas que amenazaban con desbordarse y la angustia que me retorcía por dentro.

Sin darme cuenta, mis pies me llevaron a una pequeña tienda de conveniencia que conocía demasiado bien. Era mi refugio secreto, un lugar donde encontraba un consuelo efímero en los alimentos que me ofrecían un alivio momentáneo. Al abrir la puerta de vidrio, el suave tintineo de las campanas me dio la bienvenida, como si la tienda misma reconociera que necesitaba un escape de la tormenta emocional que arrastraba conmigo. Era un refugio de la dura realidad que me esperaba afuera.

El aire en la tienda estaba cargado con el aroma seductor de comida chatarra y aperitivos, un aroma que me envolvía y me invitaba a dejar atrás, aunque fuera por un instante, el dolor y la tristeza que me acosaban. Los estantes se erguían como altares dedicados a la indulgencia, con filas interminables de galletas, papas fritas, chocolates y refrescos, cada uno prometiendo una pequeña chispa de felicidad. Mis ojos se movían frenéticamente de un estante a otro, tratando de encontrar algo que aliviara la creciente ansiedad que sentía. Cada paquete parecía susurrar promesas de consuelo, como si pudiera llenar el vacío inmenso que se había apoderado de mi ser. Era una búsqueda desesperada de algo, cualquier cosa, que pudiera detener el torbellino de emociones negativas que me consumía.

Tomé una canastilla con manos temblorosas y empecé a recoger mis favoritos con ansiedad: una bolsa grande de papas fritas con sabor a queso, varias barras de chocolate y una botella de refresco gigante. Cada artículo que añadía a la canastilla era un intento desesperado de llenar el agujero negro en mi alma. Mientras colocaba los productos en la canastilla, no podía evitar preguntarme quién habría pensado que unas simples calorías podrían llegar a reemplazar el cariño y la comprensión que me faltaban. Era un intento inútil de llenar un vacío mucho más profundo que cualquier cantidad de comida podría saciar.

Cuando llegué a la caja registradora, el cajero me saludó con una sonrisa amable. Su rostro reflejaba una calidez que en ese momento me resultaba casi ajena. Respondí con una sonrisa forzada, un reflejo vacío de la máscara que llevaba puesta. Mientras sacaba mi billetera y pagaba, me di cuenta de las decisiones poco saludables que estaba tomando, de cómo el peso de los productos en mi canastilla no era solo físico sino también emocional.

Las bolsas de snacks pesaban en mis manos, junto con la certeza de que, al menos por un rato, podría ahogar mis penas en el crujido de las papas fritas y el dulzor del chocolate. Me apresuré a salir de la tienda, con la esperanza de que estos momentos efímeros de indulgencia pudieran ofrecerme un respiro, aunque solo fuera por unos minutos, de la interminable angustia que sentía en mi pecho.

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