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Capítulo 0.2 – EL PEDO DEL PASADO

Al salir de la tienda, las bolsas de comida chatarra crujían en mis manos, brindándome una sensación de alivio. Cada paso que daba hacia casa resonaba con ese sonido de las bolsas moviéndose, como un tenue recordatorio de la efímera tregua que me ofrecían estos pequeños placeres culpables. Era como si el sonido de las bolsas me diera una pequeña tregua en medio de la tormenta emocional que me acosaba. Sabía que este refugio no era más que una solución temporal, un parche en el tejido roto de mi bienestar, pero por ahora, era lo único que podía hacer para enfrentar la soledad que me seguía como una sombra.

Mientras caminaba hacia casa, sentía el chocolate derritiéndose lentamente en mi boca, envolviéndome en una ola de sabor reconfortante. Cada bocado traía consigo una ráfaga de placer, un momento de escape de la realidad que me agobiaba. Pero esa pequeña felicidad se desvanecía rápidamente, reemplazada por la culpa y el autodesprecio que me aplastaban como una losa. Cada bocado era un recordatorio doloroso de lo efímero de mi consuelo, como si el cielo estuviera cubierto por nubes oscuras que no podía evitar mirar, ni dejar de sentir su peso. Era una dulce tortura, un ciclo de satisfacción y remordimiento que se repetía sin fin.

Me preguntaba, una vez más, por qué siempre caía en esta trampa. Me sentía atrapado en un ciclo interminable de búsqueda de alivio en lo que sabía que solo podría ofrecerme satisfacción temporal, mientras la verdad de mi situación seguía sin resolverse. Era como si estuviera cavando un hoyo cada vez más profundo, sin saber cómo salir de él. Cada indulgencia era un ladrillo más en la muralla que construía entre mí y el mundo real, un muro que me aislaba, pero también me protegía de la brutalidad de mi existencia.

Al abrir la puerta de mi casa, el sonido del chirrido de la puerta resonó en el pasillo vacío, como una bienvenida sin calidez. Mi habitación, mi refugio secreto, me esperaba en la penumbra. Cerré la puerta detrás de mí con un suspiro de alivio, dejando atrás el mundo exterior y su cruel indiferencia. Me dejé caer en el borde de la cama, sintiendo el peso de las bolsas de deliciosos aperitivos a mi lado, como testigos silenciosos de mis momentos más vulnerables.

La habitación estaba apenas iluminada por la luz que se colaba a través de la ventana. Para muchos podría ser un cuarto común y corriente, pero para mí, esto era un santuario. Un lugar donde podía ser yo mismo, con todos mis defectos y debilidades, lejos de las miradas y los juicios de los demás. Aquí, podía dejar caer la máscara que llevaba puesta y enfrentar mi realidad, por dolorosa que fuera. Aquí, el silencio era mi único confidente, la oscuridad, mi único consuelo.

Abrí una bolsa de papas fritas con sabor a queso, y el crujido del empaque resonó en mi cuarto, trayendo una pequeña satisfacción que pronto se desvaneció. El aroma llenó el aire, ofreciendo un alivio instantáneo de los pensamientos que me atormentaban. Saqué una barra de chocolate y la sostuve entre mis manos, sintiendo la envoltura fría y suave, un contraste con el calor de mis emociones. Desgarré el papel con un movimiento automático y dejé que el dulce sabor se derramara en mi boca, intentando endulzar también mis preocupaciones.

Con la esperanza de disipar un poco de la tensión, me dirigí hacia mi consola de videojuegos. Encendí la pantalla, y me sumergí en un mundo de gráficos vivientes y música envolvente. Era un escape perfecto, al menos por un rato. En ese universo, podía ser alguien diferente, alguien fuerte y valiente, alguien totalmente diferente a mi realidad. Mis dedos se movían con rapidez sobre el control, guiándome a través de desafíos y aventuras que parecían tan reales como cualquier cosa fuera de la pantalla. El ruido del juego y la luz de la pantalla ofrecían un respiro momentáneo, una forma de refugiarme en un mundo donde mis problemas se desvanecían, aunque fuera solo por unos instantes.

Las horas pasaron en un flujo rápido, como un río impetuoso arrastrándome sin piedad. Me sumergí en el mundo virtual con una intensidad que me permitió luchar contra enemigos, superar obstáculos y alcanzar metas que en mi vida real parecían inalcanzables. Cada victoria en el juego era una chispa de triunfo en medio de mi tormento personal. Sin embargo, incluso en medio de este escape tan absorbente, una pequeña voz en el fondo de mi mente no dejaba de susurrar que no podía huir para siempre. Las risas crueles y la soledad seguían esperando, agazapadas, listas para devorarme cuando la pantalla se oscureciera. Era un recordatorio constante de que, al final del día, el vacío interior siempre estaría ahí, ineludible y despiadado.

La pantalla del televisor seguía desplegando la continuación de la aventura en la que estaba inmerso. Las imágenes brillantes y coloridas ofrecían una escapatoria momentánea, una ilusión de control y éxito. Pero pronto, mi concentración comenzó a desmoronarse. Una oleada de náuseas y mareo se apoderó de mí, como si las luces parpadeantes del juego estuvieran lanzando rayos de energía descontrolada contra mis sentidos. El aire en la habitación parecía espesarse, y cada parpadeo de la pantalla se volvía una punzada de dolor en mis ojos. Sentía una presión creciente en mi cabeza, como si mi cráneo estuviera siendo comprimido desde todos los ángulos.

El sonido del juego se desvaneció en un zumbido lejano, y los diálogos de los personajes se convirtieron en ecos distantes que apenas podía captar. Intenté aferrarme a la realidad, luchar contra la sensación de malestar que crecía dentro de mí, pero pronto me di cuenta de que mis piernas no me respondían. Me desplomé en el suelo de mi habitación, con la bolsa de papas fritas y el control del juego esparcidos a mi alrededor. El impacto contra el suelo me sacudió, y una punzada de dolor recorrió mi cuerpo, intensificando el caos interno. Sentía como si mi pecho estuviera siendo comprimido por un puño invisible, dificultando cada respiración.

Mi corazón latía frenéticamente, como si intentara escapar de mi pecho, y una ola de pánico me invadió mientras luchaba por respirar. Mis intentos por alcanzar el teléfono, que estaba a mi lado, se volvieron cada vez más torpes y descoordinados. Era como si mi cuerpo hubiera dejado de obedecerme, atrapado en un estado de confusión y desesperación. Cada movimiento se sentía como un esfuerzo titánico, como si estuviera nadando a través de una sustancia espesa e inamovible. El pánico crecía, cada vez más abrumador, estrujando mi mente con su puño gélido.

La habitación comenzó a girar ante mis ojos, y los colores se mezclaron en un torbellino caótico. Las paredes parecían acercarse y alejarse, como si estuviera en el ojo de una tormenta. La sensación de descontrol se volvió abrumadora, y el miedo me invadió por completo. Intenté enfocarme en algo, en cualquier cosa que pudiera anclarme a la realidad, pero todo a mi alrededor era un mar de desorden. El zumbido de la consola se convirtió en un rugido ensordecedor, como si el juego se estuviera riendo de mi incapacidad para seguir el ritmo. Era como si el mundo entero se desmoronara a mi alrededor, dejándome solo con mis miedos más oscuros.

Finalmente, la debilidad me venció y me desmayé. La última imagen que quedó grabada en mi mente fue la pantalla del televisor, aún iluminando mi rostro pálido como un faro en medio de la oscuridad, proyectando luces y sombras sobre el caos que había dejado atrás. Sentí una desconexión total de mi propio cuerpo, como si mi conciencia se disolviera en la negrura que me envolvía.

El silencio se apoderó de mi habitación, roto solo por el zumbido constante de la consola. En la penumbra, la lucha continuaba, pero yo ya no estaba presente para enfrentarla. El mundo se había desvanecido en una oscuridad abrumadora, dejándome en la incómoda y dolorosa realidad de mis propios pensamientos y sentimientos. En ese abismo, todo lo que quedaba era el eco de mi propio sufrimiento, una tormenta interna que rugía sin cesar, sin promesa de alivio.

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