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Capítulo 0.0 – EL PESO DEL PASADO

Cuando desperté en este mundo maldito, las primeras palabras que escuché me taladraban la cabeza: "Prueba exitosa en el prototipo experimental Alpha 01". No sabía qué estaba pasando ni cómo había llegado aquí. Todo lo que conocía había sido destruido por completo. El mundo que me rodeaba estaba en ruinas, con edificios derrumbados y paisajes devastados que parecían gritar desesperación. Apenas podía respirar, ya que el aire era denso y rasposo, como si cada bocanada de oxígeno me quemara los pulmones. La atmósfera estaba cargada con un polvo grisáceo que se adhería a mi piel y mis ropas, un recordatorio constante de la catástrofe que había azotado este lugar.

El horror no terminaba ahí. En mi exploración, me encontré con criaturas grotescas que parecían salidas de las peores pesadillas, deformes y retorcidas, arrastrándose por el paisaje desolador. Algunas tenían piel correosa y miembros adicionales, mientras que otras emitían sonidos guturales y amenazadores. Eran una amalgama de carne y metal, como si hubieran sido creadas en un laboratorio donde la ciencia y la locura se habían fusionado. Cada uno de esos encuentros me hacía sentir que esta realidad era una pesadilla de la que no podía despertar. Mi instinto de supervivencia se activó de inmediato, obligándome a esquivar sus garras y dientes afilados mientras buscaba desesperadamente un refugio.

Intenté desesperadamente salir de este tormento, convencido de que todo debía ser un sueño. Pero la cruda realidad de este mundo me atrapó sin piedad. No había vuelta atrás. Decidí enfrentarme a esta nueva vida, dispuesto a utilizar todos los recursos que este mundo devastado me ofreciera. No permitiría que la gente me volviera a despreciar ni me mirara para abajo otra vez. En esta realidad cruel, mi supervivencia y mi fortaleza serían mi venganza.

Un tiempo atrás...

El sol de la mañana comienza a asomarse, filtrándose entre los edificios mientras camino hacia la escuela. Los rayos de luz crean un contraste de belleza y tristeza. A pesar de lo hermoso que es el amanecer, para mí esas sombras que genera son recordatorios de la oscuridad que ha invadido mi vida durante tanto tiempo. Cada rincón donde el sol toca se siente como un reflejo de lo que una vez tuve, pero que ahora parece tan lejano.

Mientras camino, mis pensamientos vagan hacia cómo solía ser antes de que la vida me empujara a este abismo. Recuerdo los días llenos de alegría y sueños, cuando solía estar feliz con mi familia. Las risas en la cocina mientras cocinábamos juntos, las tardes de juegos de mesa en la sala, y los abrazos cálidos que me llenaban de seguridad y amor. Esos recuerdos ahora se sienten como fantasmas, sombras de un pasado que se ha desvanecido. Mi madre, con su sonrisa radiante y su voz suave, solía ser el centro de mi mundo. Mi padre, siempre dispuesto a compartir una palabra de aliento o una broma, era mi modelo a seguir. Juntos éramos una familia unida y feliz, pero todo cambió cuando ella se fue.

Ese maldito día llegó. El cáncer se llevó a mi mamá, y con ella se fue la luz que iluminaba mi mundo. El vacío que dejó es profundo y doloroso, un abismo que parece no tener fin. Ella era mi refugio, mi confidente en las noches donde no podía dormir, y mis alas cuando quería volar alto. Ahora, en medio de la oscuridad, solo queda el eco de su risa en la casa y el recuerdo de su abrazo cálido. Cada rincón del hogar parece estar impregnado de su ausencia, y cada objeto que solía ser normal ahora se siente cargado de recuerdos dolorosos. En cada habitación, en cada fotografía, me encuentro buscando algo de su presencia, intentando aferrarme a esos momentos de calidez y amor que solían ser mi refugio.

La casa se había convertido en un mausoleo de recuerdos. Las fotos familiares en la pared parecían mirarme con nostalgia, recordándome los días felices que ya no volverían. La vieja silla de mimbre en la que solía sentarse a leer, ahora vacía, era un símbolo silencioso de su ausencia. Incluso juraría que puedo sentir el aroma de su perfume en algunos muebles y eso me envolvía en una melancolía que era a la vez reconfortante y desgarradora.

Para seguir adelante, me escondí detrás de una fachada de humor. Pensé que hacer reír a los demás podría llenar un poco el vacío que ella dejó en mi vida. Pero la verdad es que, debajo de esa máscara, me estaba hundiendo en la soledad más profunda. Cada vez que alguien me contaba un chiste o me hacía reír, yo respondía con una sonrisa que llegaba a mis ojos, mientras por dentro me sentía completamente vacío. Evitaba hablar de ella, como si decir su nombre hiciera que el dolor fuera más real y difícil de soportar. Era como si el simple hecho de mencionarla pudiera desatar una tormenta de recuerdos y lágrimas que no estaba listo para enfrentar.

Mi papá, en su propia batalla, trabajaba sin descanso como ejecutivo de ventas en una empresa privada, tratando de mantener a nuestra familia a flote. Lo admiraba por su esfuerzo y dedicación, pero a veces su cansancio y estrés eran tan evidentes que no podía evitar sentirme culpable por no poder ayudar más. Veía en sus ojos el peso de la responsabilidad y la tristeza que intentaba ocultar. Su amor por ella era enorme, y ambos estábamos atrapados en nuestra incapacidad para comunicarnos de manera efectiva. Cuando tratábamos de hablar, a menudo terminábamos en discusiones o en un incómodo silencio. Era como si ambos estuviéramos en una pelea constante con nuestras propias emociones, y no sabíamos cómo encontrar un terreno común.

A veces, en las noches más oscuras, escuchaba a mi padre llorar en su habitación. Era un sonido desgarrador, una mezcla de dolor y desesperación que hacía eco en mi corazón. Quería consolarlo, decirle que todo estaría bien, pero me sentía impotente, atrapado en mi propia tristeza. La brecha entre nosotros crecía cada día, y no sabía cómo cruzarla. Sentía que cada palabra que intercambiábamos estaba cargada de un peso emocional que ninguno de los dos podía soportar.

Desde que mamá murió, las emociones se enredaron en mí como maleza en un camino de montaña. La tristeza y la soledad se volvieron mis compañeras constantes, y encontré un extraño consuelo en la comida. Cada bocado que tomaba era un intento desesperado de llenar el vacío que sentía, como si las calorías pudieran reemplazar los abrazos cálidos y el amor que ya no tenía. En los momentos más oscuros, cuando la soledad me envolvía, me encontraba buscando en la comida una sensación de alivio, un refugio temporal, una manera de escapar de la tristeza que no parecía tener fin. La comida se convirtió en una especie de válvula de escape, un medio para adormecer el dolor que no podía expresar de otra manera. Los dulces y los bocadillos se transformaron en mi terapia, cada bocado una pequeña chispa de consuelo en medio de un mar de desolación.

Con el paso del tiempo, mi cuerpo comenzó a reflejar la carga de mis sentimientos. La comida, que alguna vez fue mi refugio, se convirtió en una prisión de grasa y azúcar. Los kilos adicionales se aferraban a mí como sombras persistentes, y las miradas críticas en la escuela me perforaban como agujas afiladas. Cada vez que alguien me miraba, podía sentir el peso de su juicio y la presión de no cumplir con las expectativas. Mi autoestima, que antes era sólida y vibrante, se desplomó hasta convertirse en chatarra oxidada. Me sentía como un vehículo viejo que apenas podía funcionar, desgastado y sin rumbo. Las risas y las bromas crueles de los demás se convirtieron en un eco constante en mi mente, recordándome mi apariencia cada vez que me miraba en el espejo. Me encerré en mi propio mundo, aislándome de los demás por miedo a enfrentar sus miradas llenas de desprecio.

Pero en medio de toda esta oscuridad, había un destello de esperanza. Odette. Nos habíamos conocido en el primer semestre de la preparatoria, y su presencia era como un rayo de sol en un día gris. Ella, con su sonrisa carismática y su confianza inquebrantable, se convirtió en mi faro. Era mi compañera de aventuras, la que me recordaba que la vida no era solo sombras, sino también luces brillantes en la distancia. Su risa era contagiosa y su apoyo incondicional, algo que anhelaba desesperadamente. Me sentía más ligero a su lado, como si sus palabras pudieran disipar las nubes oscuras que me rodeaban. Con Odette, me sentía capaz de enfrentar cualquier cosa, como si su mera presencia pudiera reconstruir los pedazos rotos de mi ser.

Sin embargo, incluso esa luz cambió. Desde que empecé a subir de peso, Odette comenzó a alejarse, como si una ráfaga de viento hubiera apagado su brillo. Los momentos que solíamos compartir se volvieron escasos y las conversaciones que antes eran frecuentes se volvieron frías y distantes. No entendía por qué, pero sentía que estaba perdiendo una parte vital de mí mismo. El cambio fue gradual pero evidente, como un invierno que se adentra lentamente en la calidez del otoño, enfriando todo a su paso. La distancia entre nosotros creció, y la cercanía que una vez compartimos se convirtió en una brecha insalvable.

Un día, decidió dejarme. Su partida resonó en mí ya frágil mundo como un eco en una caverna vacía. "Necesito tiempo", dijo, y sus palabras se clavaron en mi pecho como espinas afiladas. Al parecer, ella no podía lidiar con mis problemas de peso y mi autoestima destrozada. Fue un golpe devastador. Sentí que había perdido a la única persona que realmente me comprendía, que aceptaba mis altibajos y me amaba a pesar de ellos. Me quedé solo, atrapado en una tormenta de dolor y confusión, sin saber cómo encontrar mi camino de regreso. Sus palabras reverberaban en mi mente, un constante recordatorio de mi fracaso y de la soledad que ahora se cernía sobre mí. La seguridad que había encontrado en su compañía se desmoronó, dejando un vacío aún mayor que el que había sentido tras la muerte de mi madre.

Ahora, mientras camino por las calles de la ciudad, siento el peso de mi pasado y un cuerpo más pesado de lo que jamás imaginé. La escuela, que antes era un refugio de risas, se ha transformado en un lugar de soledad y sufrimiento.

Mientras sigo caminando por la acera, observo a otros estudiantes pasar alegremente. Charlan y ríen, y me pregunto cómo pueden ser tan felices. A veces me detengo a mirar, deseando poder unirme a ellos, compartir sus risas y sentirme parte de su mundo. Sin embargo, la idea de abrirme y mostrar mis verdaderos sentimientos me aterra. Así que me aferro a mi soledad, como un náufrago a su tabla en medio de un mar tormentoso. La soledad se ha convertido en mi compañera constante, y aunque, en ocasiones, desearía tener a alguien con quien compartir mi carga, alguien que caminara a mi lado y entendiera que, bajo mi piel, hay más cicatrices de las que se ven a simple vista, el miedo a ser vulnerado me mantiene apartado.

Tiempo más tarde, al llegar al edificio escolar, respiro hondo y trato de recordar la fachada que había construido. La campana sonaría pronto, y todos entrarían corriendo como si el tiempo fuera un río desbocado. Intenté sonreír mientras avanzaba, pero en el fondo, sabía que la tristeza seguía allí, como una sombra que nunca me abandonaba. Cada vez que cruzo la puerta de la escuela, siento que la realidad de mi dolor me envuelve más fuerte, como si la fachada de normalidad se desmoronara poco a poco.

En medio de la clase, mientras el profesor explicaba una aburrida lección sobre ecuaciones, sentí un golpe en la nuca. Me giré y vi una bola de papel en el suelo, justo a mis pies. Unos compañeros en el fondo se reían disimuladamente, sus miradas llenas de malicia. Traté de ignorarlos y seguí tomando apuntes, pero sus risitas persistieron, resonando en mis oídos como un martillo que no deja de golpear.

"¡Oye, puerca! ¡No me dejas ver el pizarrón!" murmuró uno de ellos, lo suficientemente alto para que solo yo lo oyera. Las palabras me atravesaron, y sentí un nudo en el estómago. Cada insulto parecía ser una confirmación de lo que ya sabía: que nunca encajaría, que siempre sería el blanco de su crueldad. Las palabras eran como cuchillas afiladas, desgarrando cualquier vestigio de autoconfianza que pudiera haberme quedado. Sentía que me ahogaba en un océano de humillación, cada ola de burla golpeándome sin piedad.

Intenté concentrarme en el profesor, en el sonido de la tiza contra el pizarrón, en cualquier cosa menos en los comentarios hirientes. Pero no pasó mucho tiempo antes de que otra bola de papel golpeara mi brazo. El golpe no era nada doloroso, pero lo que sí me dolía era la humillación. Era como si cada mirada y cada risa fueran una especie de sentencia, condenándome a una vida de vergüenza y aislamiento. El aula, que antes era un lugar de aprendizaje, se había convertido en una arena de tortura.

"No te vayas a tragar todo el almuerzo de la cafetería! Déjanos algo, ¡marrana!" se burló otro, acompañado de carcajadas ladinas que me hicieron sentir aún más pequeño. Cada palabra era como un golpe y cada risa como un latigazo. Sentía las miradas de mis compañeros clavadas en mí, llenas de desprecio y crueldad, como si todos estuvieran de acuerdo en hacerme sentir peor de lo que ya me sentía. Mi entorno escolar se había transformado en un campo de batalla emocional, donde cada día era una lucha por mantenerme entero.

Mi rostro se enrojeció, y luché por contener las lágrimas. No quería darles la satisfacción de verme llorar, pero el dolor era tan profundo que era difícil mantener la compostura. Me esforzaba por mantener la vista fija en el profesor, tratando de bloquear las palabras y las miradas que me atravesaban. En mi interior, sentía un torbellino de emociones: rabia, tristeza, y un deseo desesperado de desaparecer. La combinación de emociones era abrumadora, como si un tsunami interior estuviera arrasando con todo lo que encontraba a su paso. Sentía una presión en el pecho, como si mi corazón estuviera siendo aplastado.

El profesor seguía escribiendo en el pizarrón, ajeno a la tortura silenciosa que estaba sufriendo en mi asiento. Cada minuto que pasaba era un tormento interminable, una agonía lenta que parecía no tener fin. Todo lo que quería era desaparecer, convertirme en invisible para todos ellos, esconderme en un rincón donde no pudiera ser visto ni juzgado.

En esos momentos, todo lo que quería era escapar de esa pesadilla, encontrar un lugar donde pudiera ser yo mismo sin miedo al rechazo ni al odio.

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